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En el reino de la letra chica

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En el reino de la letra chica

Una de las cosas básicas que nos enseñan desde que somos niños es la noción del sentido común. Por ejemplo, una persona, aunque sea diseñador profesional de interiores y tenga buena vista, cuando está cayendo desde un rascacielos no puede opinar acerca de la decoración de los departamentos que ve mientras está descendiendo.

Todos, en nuestras tan diferentes y tan parecidas realidades, cientos o miles de veces, comprando algún producto o contratando un servicio, tenemos que aceptar o firmar un contrato de varias páginas con las letras más o menos ilegibles, por lo pequeñas, aparte de llevar varias referencias a leyes que ningún mortal maneja.

Es de sentido común entender que nadie en la historia, excepto los abogados especialistas, los periodistas de investigación o los agentes de la competencia, jamás leerán los papeles con las condiciones que están aceptando a ciegas, es decir, no les quedará otra que confiar en la buena fe del vendedor. Además, por la experiencia de todos, sabemos que el consumidor siempre será responsable por cualquier falla del producto o servicio; incluso si tiene toda la razón demostrable, no estará en condiciones de entrar en una pugna legal contra las grandes empresas, que tienen todo para ganar cualquier juicio o disputa. La gente común jamás tendrá tiempo ni dinero para competir con ellos de igual a igual. 

Sabemos que hay batallas perdidas 'a priori'. Tragamos la rabia, sacamos la billetera y acudimos a otro proveedor, confiando, más que en la buena fe del otro, en la buena suerte de uno. 

Para poner un ejemplo más gráfico, cuando usted compra una maleta de viaje, incluso en una buena tienda, seguramente le ofrecerán tres años de garantía por escrito y le dirán que estas hermosas maletas son prácticamente eternas. Lo que único que no nos contarán es que sí son eternas, pero sin usarlas. La letra chica, escondida, entre las páginas y entre los párrafos, le advertirá que la garantía no incluye el "mal uso". Cualquiera que haya viajado en un avión alguna vez, sabrá la altura desde donde vuelan las maletas, sobre todo cuando las conexiones son cortas. 

El motor del desarrollo capitalista es el consumo. El progreso tecnológico debe aumentar, no la durabilidad de las cosas, sino el crecimiento del consumo

Aquí tenemos el famoso caso de la caducidad programada cuando nuestros abuelitos nos preguntan por qué las prehistóricas lavadoras de sus tiempos les duraban toda la vida y las maravillas tecnológicas posmodernas, con suerte, funcionan hasta el día siguiente de la fecha de la garantía. Mientras tanto, lejos, en algún océano, crecen las islas de basura aspirando a competir en tamaño, algún día, con los continentes. En estos continentes, los ciudadanos, concientizados por la televisión para poner su "granito de arena" en el ahorro de agua o electricidad, se bañan cada vez menos, no planchan la ropa (aunque esto sea no solo un asunto estético, sino que lavarse y planchar la ropa mata los virus y gérmenes que tanto nos asustan últimamente). Mientras, las grandes empresas, tan grandes que son dueñas de los Gobiernos y Ejércitos, financian la publicidad ecologista y progresista, arrasando con la vida y la posibilidad misma del futuro. 

No es la queja de un consumidor frustrado. O sea, no es solo esto. Ahora nos acercamos al problema central de nuestros tiempos: el poder de las corporaciones transnacionales. En la reveladora película-documental de los norteamericanos Michael Moore y Joel Bakan, 'The Corporation', se nos presenta una investigación científica y jurídica del monstruo y su comportamiento. Los autores entrevistan a un especialista del FBI, perfilador de sicópatas, y así llegan a la conclusión, haciendo un test, que si consideramos a la Corporación una persona (jurídica), comparándola con la persona (natural), esta persona tiene todas las características de un sicópata. Es decir, se permite absolutamente todos los derechos gracias al sistema jurídico que se ha creado a nivel de la institucionalidad mundial, persigue como único fin el beneficio propio y tiene todo el derecho para evadir cualquier obligación o responsabilidad como consecuencia de sus acciones.

Esto contradice la esencia misma de lo que hizo posible vivir en sociedad: el contrato social, que permitió a los seres humanos organizarse, basándose en el acuerdo de tener derechos y obligaciones. Actualmente ese monstruo con la cabeza invisible que son las Corporaciones sigue acumulando todos los derechos, dejándonos a nosotros solo los deberes. Nosotros tenemos la obligación de cumplir, de pagar, de portarnos bien, de no molestarnos y aceptar sus reglas, mientras ellos hacen y deshacen las guerras, convierten bosques en desiertos, usan a los medios de comunicación como instrumentos de su propaganda para normalizar lo injusto y lo criminal de tal acuerdo, convirtiendo el mundo entero en un basural no solo de desechos materiales, sino también del espíritu. 

Aunque este modelo del infierno perfecto tiene una falla generada por el propio modelo. Su caducidad. El pensamiento cortoplacista, que nace desde la miopía tecnócrata, es muy soberbio. Ellos creen entender las leyes de la vida y al ser humano, logran manipularnos muy bien, pero no nos conocen. En estos momentos de crisis global, los plazos programados de este sistema también están llegando a su fin. Pretendiendo controlar y abarcarlo todo, el liberalismo económico mundial generará cada vez más caos y tendrá cada vez más errores, y esto es una enorme oportunidad para el cambio. El ser humano ya creció y no le sirve la camisa de fuerza del mundo anterior, por eso nuestra conciencia está cada vez más incómoda con lo que pasa, por suerte no se logra adaptar.

Con o sin nuestra acción, este modelo conocido como civilización occidental se va a caer. Pero solo de nosotros depende la posibilidad de alcanzar una sociedad humanista, la que todavía está por inventarse.

Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de RT.

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