Musk, Zuckerberg o cómo los tecnomillonarios definen los límites del debate público en la era Trump
El reciente cambio en las políticas de regulación de las plataformas virtuales de Meta* y la inclusión de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, en el venidero Gobierno de Donald Trump en los EE.UU., ha sacado a flote las preocupaciones sobre los límites de la libertad de expresión, el compromiso con la verdad y el ejercicio del poder dentro de sociedades capitalistas que, al menos en teoría, dicen abrazar valores democráticos.
No se trata de inquietudes que atañan exclusivamente a gobiernos o individualidades dentro de la izquierda. Por citar solo dos ejemplos que han hecho saltar las alarmas, en las últimas semanas, Musk ha promovido el derrocamiento del Gobierno del Reino Unido y ha aupado la candidatura de Alice Weidel, abanderada de la formación ultraderechista Alternativa para Alemania, conocida por su discurso antiinmigrantes y también por la deformación de hechos históricos. Todo ello ocurrió a través de X.
Las acciones del tecnomillonario fueron tachadas de injerencia por Londres y Berlín, así como por varios líderes europeos, pero no constituyen una actuación novedosa. En 2020, Musk admitió su implicación en el golpe de Estado que expulsó del poder al entonces presidente boliviano Evo Morales y, en 2024, entró en una diatriba pública con el mandatario de Venezuela, Nicolás Maduro, a quien acusó de haber perpetrado un fraude electoral. En ninguno de los dos casos desde Occidente se tacharon sus comentarios de 'injerencia'.
Son asimismo conocidas sus cercanías con líderes de la derecha como el presidente de Argentina, Javier Milei; el mandatario salvadoreño, Nayib Bukele, y el expresidente de Brasil Jair Bolsonaro, así como sus cuestionamientos al sistema de justicia brasileño, que le obligó a rendir explicaciones, a desactivar cuentas de activistas de la desinformación ligados al bolsonarismo y a pagar una cuantiosa multa, insignificante por lo demás para su cuantioso patrimonio.
El caso de Mark Zuckerberg, cofundador de Meta*, no es menos llamativo. Tras haber protagonizado el escándalo de 'Cambridge Analytica', suspendido las cuentas de Trump en las redes de su conglomerado y haber adoptado, en apariencia, políticas de regulación contra la desinformación y los discursos de odio, más consistentes con las directrices del Partido Demócrata, ahora optó por abandonar esas estrategias para, según dijo, "restaurar la libertad de expresión".
Esta bandera también fue esgrimida por Musk cuando decidió comprar Twitter –rebautizada luego como X–, red a la que sindicó en repetidas oportunidades de favorecer el discurso de izquierda o 'woke' y proscribir lo que, desde su punto de vista, consideraba opiniones igualmente válidas sobre asuntos teóricamente poco rebatibles como la existencia de una pandemia o la eficacia de las vacunas para prevenir formas graves del covid-19 y otras enfermedades.
El relato anterior muestra dos haces de la misma fuente de luz: de un lado, la vinculación de tecnomillonarios con altas esferas del poder político y su capacidad para influir en la percepción que la opinión pública tiene sobre estos temas; de otro, su posibilidad real de regular a voluntad qué se dice en las plataformas virtuales y qué peso se otorga a determinados relatos.
Ya no hay hechos, solo interpretaciones
La adopción de mecanismos de pretendida regulación como las 'notas de la comunidad' que existen en X, ha demostrado ser insuficiente para frenar la desinformación, la difusión de mentiras o la propagación de discursos discriminatorios o directamente de odio, en parte porque no todos los usuarios pueden añadirlas, pero también porque incluso las respuestas que se incluyen son de igual modo inexactas, rebatibles o directamente falsas.
Igualmente deficiente se ha mostrado la verificación de hechos o 'fact checking', pero por razones distintas. Aunque se entendió como una misión necesaria para luchar contra la propalación de bulos o contenidos engañosos desde el periodismo, lo cierto es que las cuentas y portales más relevantes con frecuencia están ligados a medios y agencias de noticias que responden a líneas editoriales concretas.
De este modo, aunque el grueso de lo que es sometido a verificación rigurosa resulta acertado, mucho otro contenido es dejado de lado porque contraviene la línea política o editorial y los intereses de quienes financian esas iniciativas.
Por ello, el problema no radica exclusivamente en la adopción de directrices claras sobre los límites de la libertad de expresión sino que responde más bien a una relación advertida hace casi cinco décadas por el filósofo francés Michel Foucault: todo régimen de saber es, a su vez, un régimen de poder. O, dicho de un modo más simple, las verdades no solo son una construcción histórica sino el resultado de relaciones de poder.
"La salida de mediadores que participaban de ese espacio y lo moderaban solo acrecienta la posibilidad de los dueños de instrumentalizar sus propias plataformas. Más que un cambio radical, es la consagración de ese mundo, organizado desde EE.UU. Un mundo donde la democracia no puso límites a los avances corporativos, que se arrogaron para sí la facultad de configurar gran parte de las normas del debate público", advierte Iván Schuliaquer en un trabajo para Anfibia, al comentar el cambio en las políticas de regulación de Meta.
Así las cosas, en este momento, donde la prensa ha perdido terreno frente a las redes sociales, son Zuckerberg, Musk y otros propietarios de emporios tecnológicos quienes, por medio de algoritmos, tienen el poder suficiente para definir qué está permitido decir y qué recibe mayor atención entre los internautas.
Schuliaquer afirma que esto explica por qué el "discurso periodístico riguroso, con chequeo de pruebas, fuentes y comprobación documental" queda relegado a la noción de "una aproximación de los hechos", mientras que las verdades de la ciencia quedan rebajadas a "solo una de las opciones posibles".
Más que un cambio radical, es la consagración de ese mundo, organizado desde EE.UU.
Los efectos de esta relación de saber-poder no se limitan al terreno de las disertaciones éticas sobre las prácticas periodísticas. Se extienden, con intensidades distintas, sobre más del 60 % de la población mundial, como muestra el informe 'Digital 2024: Overview Report'. Según su compilación, entre el 63,1 % y el 67,4 % de los habitantes del mundo están conectados a Internet, al tiempo que el 60,4 % de los usuarios entre 16 y 64 años accede a la red para "buscar información".
De esta manera, es previsible que en un ecosistema donde ganan terreno ideas que se creyeron superadas por la ciencia hace largo ayer, como el terraplanismo, quienes busquen información se topen de más en más con "opiniones" e "interpretaciones" de los hechos que, no por inválidas, dejarán de tener visibilidad o serán adecuadamente etiquetadas como tales, pues un algoritmo invisible a los ojos de los internautas y diseñado a la medida de los propietarios de las plataformas es lo que garantiza su posicionamiento.
Tecnofeudalismo, darwinismo y democracia
Las proximidades de personajes como Musk y Zuckerberg con Trump, Milei y otros líderes derechistas obedece tanto a razones ideológicas como económicas. Los empresarios ven en las desregulaciones un escenario propicio hacer negocios con máximos beneficios y sin exponerse a más sanciones que el pago de eventuales multas en países cuyos gobiernos asumen hostiles, pero a cuyo mercado no quieren renunciar.
Hay quien piensa, como el economista y exministro griego Yanis Varufakis, que las grandes tecnológicas han transformado las reglas del capitalismo y han dado paso a un cambio en el patrón de acumulación del capital, pues ya no es necesario producir nada tangible para obtener ganancias estratosféricas. Siguiendo la estela de Karl Marx, denomina a este tiempo histórico 'tecnofeudalismo'.
"La respuesta sencilla es que los siervos de la nube producen directamente capital con su trabajo gratuito. Esto no ha ocurrido nunca antes. Los siervos del feudalismo producían mercancías agrícolas. […]. En cambio, los usuarios modernos contribuyen a la formación de capital simplemente interactuando con las plataformas, ofreciendo mano de obra gratuita para aumentar el capital en nube del capitalista. Esto nunca ha ocurrido bajo el capitalismo", explica.
Los usuarios modernos contribuyen a la formación de capital simplemente interactuando con las plataformas.
Más allá de los debates que pueda suscitar el término 'tecnofeudalismo' entre los especialistas, parecen estar fuera de cuestión los cambios en la subjetividad que ha traído aparejada la emergencia de las redes sociales, con su subsecuente construcción de burbujas donde se impone "la dictadura de lo igual" y se expulsa "lo distinto", parafraseando al pensador surcoreano Byung-Chul Han.
Por tal razón, en concordancia con lo expuesto por Schuliaquer, la construcción de islas discursivas donde reina lo idéntico –pero que paradójicamente solo pueden tener lugar bajo la noción de libertad de expresión sin límites aparentes– deriva en "un sistema darwinista, hecho a medida de los 'trolls', que intervienen sin pretensión de intercambio argumental y a partir de menospreciar, descalificar y deshumanizar. El objetivo es romper el debate y anular al otro para dejarlo sin voz ni respuesta".
De allí que esta alianza creciente entre el 'capital-nube' y los gobiernos deba suscitar preocupación, pues legitima de facto una pléyade de vulneraciones y abusos, mientras silencia el intercambio honesto, disminuye simbólicamente el papel de los argumentos en la construcción de saberes y estigmatiza a personas, grupos e ideas que no se compadezcan con el relato que los 'capitalistas-nube' y sus aliados políticos estimen pertinente promocionar.
De lo antes dicho se desprende que la disputa histórica entre el poder del capital y las regulaciones estatales parece haber entrado en una nueva fase frente a la cual la democracia liberal parece estar reaccionando tardía e insuficientemente, cuando no fungiendo de cómplice necesario de un debate público cada vez más modelado por los dueños de las grandes tecnológicas, ya no solo desde centros de poder político como otrora.
*Calificada en Rusia como organización extremista, cuyas redes sociales están prohibidas en su territorio.
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